Madrugaste
esta mañana; eso sí, tras los dos minutitos de rigor que, como siempre, acabaron convirtiéndose en quince.
Ducha a la carrera y te abrasaste con el café («Otra vez, seré tonta; mañana
lo dejo menos rato»). Luego ese cuarto de hora debiste recuperarlo
pisando a fondo el acelerador («Nunca más; a pique he estado de salirme en la
curva») y carreras de acá para allá («No vuelvo a traer tacones a
la oficina, desde hoy zapato plano; llego agotada a casa»). La rutina de papeles y
más papeles te suspendió en ese tiempo sin relojes («Se me está pasando la edad de
tener hijos, y ahora o nunca; esta noche se lo digo a Juan, si sigue negándose
lo planto»), para de nuevo, otra vez en la carretera, conducir
más lentamente que a la ida y que el hastío estire tu existencia como chicle («Somos el único animal que
tropieza dos veces en la misma piedra, pues yo ya llevo tres fracasos; bien
escarmentada, creo») esta tarde luminosa, azul y limpia.
–Cariño,
voy conduciendo; cuando llegue hablamos, pero es la última vez que. Estruendo. Uno de los zapatos en el arcén,
el otro en la calzada.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn ritmo ágil con esa segunda persona y una buena reflexión sobre la cantidad de veces que ponemos nuestra vida en juego, no solo físicamente. Un buen sustituto al clásico y aburrido libro de autoayuda.
ResponderEliminar