Don Ladislao ahondó sus pozos en las
aldeas de Villalegre y Valdesonas. Coge maíz, legumbres, hortalizas, frutas... Numerosos pobres le piden préstamos: unos dinero, otros tocino, otros patatas.
Como finalmente no pueden saldar las deudas contraídas, acaba por quedarse con
sus parcelas. Ya se ha adueñado de todo Mugo y medio Cance. Ahora
manda ahondar los nuevos pozos. Bastantes hombres trabajan para él solo por la
comida. Además, le ofrecen sus cuerpos las viudas de Cequiño. También las
solteras de Olivares y Jaral. Y las casadas de Esperjas y Villarrosa.
Cada noche, a las once, los cascos del
caballo alazán levantan polvo mientras resuenan sobre el suelo de una calle
desierta. Bajo el cielo despejado, el peso de un fantasmagórico nubarrón
plomizo humilla a una casa baja a la que el jinete, envuelto en su capa negra,
entra sin llamar.
–Hoy está lloviendo en
Esperjas; a Angustias, la de Valentín –se corre enseguida la voz, para que los
demás respiren aliviados aunque solo sea hasta mañana.
Recuerdo este cuento, y como la primera vez que lo leí, me impresiona. Es una sensación en mi cuerpo; una que no entendía. Ahora sé que es dolor por la injusticia. Te felicito.
ResponderEliminarGracias, Marina. Sí, es eso.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Triste cuento que desafortunadamente en muchas vastas extendiones o en pequeños rincones se hace pura realidad. El doble castigo de la mujer: su sexo y su pobreza.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar